El río

El camino no presentaba ninguna dificultad que no pudiera ser resuelta con cierta facilidad, pero un sudor pegajoso y salado le cubría cada uno de los poros de la piel, ya que, aunque el día comenzaba a declinar, el calor era aún muy intenso. 
En una de la revueltas del sinuoso sendero de cantos rodados, muy cerca de donde se encontraba, descubrió el dorado reflejo del sol del atardecer sobre la cristalina superficie de un pozo profundo, apartado y  protegido por una muralla de roca de las indiscretas e incómodas miradas de cualquier caminante despistado. 
El cadencioso murmurar del río en su casi infinito transitar a través de los tiempos, parecía tomarse un descanso, pues reinaba en aquel lugar el prudente sonido, disfrazado de silencio, del bosque que le resguardaba. 
No pudo rechazar aquella inesperada invitación. 
Y buscó un lugar por donde llegar al otro lado. 
Se respiraba paz. 
Se desnudó y colocó su ropa y su calzado cuidadosamente sobre la hierba. Al tantear con el pie la transparente superficie del agua, primero una y luego, no sabría decir cuantas ondas concéntricas, crecieron de la nada, dibujando distorsiones en la imágen serena que poco antes, se refractaba en aquel húmedo espejo. 
El agua estaba fría, pero no tanto como para impedir un bautismo vivificante. 
Se encomendó a los dioses de la naturaleza y se sumergió completamente, provocando una especie de maremoto que despertó aquellas tranquilas aguas. 
Se sintió limpio, renovado, purificado. Esta sensación se extendió no sólo por su piel, también por su espíritu. 
Después se tumbó sobre una enorme cama de piedra vieja cincelada por el tiempo  y esperó allí tendido hasta que desapareció la última gota de su cuerpo. 
Luego se vistió y se calzó sin prisa para reanudar el camino, esta vez de retorno.

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