Aquellos veranos


Recuerdo aquellos  veranos de pantalón corto y  remendado por mi madre, corte de pelo a flequillo, merienda de pan con chocolate Chobil, desayunos con mermelada casera y café de puchero con leche y cacao, en el caserío de mis abuelos paternos, Luisa y Pepe.
Veranos en los caminábamos cargados con nuestras cosas y nuestras  ilusiones de la estación del tren de Triano al caserío en Santelices y nos deteníamos en la fuente de Giba a beber unos sorbos del agua fresca que manaba incesantemente por su caño, aunque no tuviésemos sed y más adelante recogíamos luciérnagas que metíamos con mucho cuidado en cajas de cerillas, porque serían nuestras nocturnas antorchas estivales. 
Veranos en los que lo habitual era despertarse pronto, cuando el abuelo
Pepe sacaba la vaca y el ternero del establo y los llevaba a pastar por la inclinada campa.
Campa de hierba fresca y verde en la que se se vareaban los vellones de lana de los colchones para liberarlos de los nudos y mullirlos hasta el año siguiente. 
Veranos en los que aguardando la llegada de la tía Conchi, siempre sonriente, y los primos de Zaragoza, hacíamos los preparativos necesarios para construir una nueva choza con cañas y helechos.
Veranos en los que nuestros amigos del pueblo nos recibían con abrazos enormes, sonrisas que descubrían la falta de algún diente y de puertas que nunca se cerraban con llave.
Veranos en los que el arenal de la playa de La Arena nos parecía un inmenso desierto  y el mar Cantábrico el más grande de los océanos.
Veranos en los que recorriendo el pueblo, encontrábamos algún lugar nuevo del que tomábamos posesión como los antiguos descubridores.
Veranos en los que cualquier cosa servía como disfraz para emular a nuestros héroes de los tebeos y del cine.
Veranos en los que pescábamos con artesanas cañas en el río Barbadún o cazábamos gorriones con cepos.
Veranos en los que mi tío Javi me enseñaba a entonar canciones que aún recuerdo y que hablaban de noches tibias y plenilunios junto al lago azul de Ypacaraí.Veranos en los que el olor de la hierba recién cortada, el sabor de la fruta recién cogida del árbol, el silencio de las noches, roto por el canto de las chicharras, el ulular de alguna lechuza o el ladrido de algún perro, eran nuestros aromas, nuestros sabores y nuestros sonidos.
Veranos en los que, sin saberlo, éramos libres como nunca jamás volveremos a serlo...



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