El Puente

Cruzaba el Puente Romano sobre el río Tormes, en una típica gélida noche del invierno castellano, a esa hora tardía, en la que la luna se despliega pintando con su tenue luz, sombras e imágenes de colores imposibles.
Las manos, resguardadas en los bolsillos de su raído abrigo, jugueteaban con las pocas monedas que le habían sobrado tras su paso por la taberna, en la que todas las tardes compartía con los compañeros de toda la vida, interminables partidas de cartas, regadas generosamente con el recio vino tinto de la Sierra salmantina.
Del camino, que recorría cada jornada, conocía cada piedra del empedrado. Se jactaba de ser capaz de transitarlo con los ojos cerrados.
Pero aquel día, bien por el lacrimeo incesante causado por el intenso frío, bien por la ingesta del alcohol, bien por los reflejos de la luz de la luna o bien por la combinación de todos estos elementos, lo que percibieron sus ojos fue algo absolutamente distinto a lo que acostumbraban.
Un sentimiento de pánico se apoderó de él.
Se estremeció sintiendo que un escalofrío, como si de un rayo se tratara, hacía su recorrido desde la nuca hasta los pies. Aligeró el paso, mirando de reojo a su alrededor, temeroso de lo que escapaba a su entendimiento. No encontró reposo hasta que llegó a casa y se sintió protegido tras cerrar la quejumbrosa puerta con llave.
Inconscientemente, cada vez que atravieso el Puente, al llegar a la altura del Verraco, rememoro esta historia.
No recuerdo si alguien me la contó o la viví en alguno de mis sueños intranquilos.



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